Un escritor persa dijo que las
cualidades que se necesitan para ser político no tienen nada que ver con las
que se precisan para llegar al poder, lo cual me sugiere que quienes tienen
menos escrúpulos, menos barreras morales y emocionales son quienes llegan a
gobernar.
Este lado oscuro del talento político
debería disimularse con un alto nivel de formación, carisma, capacidad oratoria
y otras competencias que elevan la imagen del político y lo hacen digno de la
confianza de sus votantes. Así ocurre en la mayoría de países del mundo, pero
no en España.
En España los ineptos, los incultos y los
corruptos llegan a la cima. ¿Cómo es eso?
Es fácil reconocer que la sociedad del
país tiende a premiar el ignorante, el gandul y el ladrón. Lo vemos cada día en
televisión: un rebaño de personajes impresentables cobran sueldos millonarios,
y se trata la incompetencia política como si fuera un chiste ocurrente.
¿Por qué?
Las raíces identitarias culturales
españolas llevan incorporada la indignidad personal y la bajeza voluntaria.
Conseguir lo contrario implicaría un gran esfuerzo individual de construcción
personal. Es mucho más cómodo aceptarse con los defectos e identificarse con
gente similar (a quien es obligado premiar para no desprestigiarse uno mismo).
Esta tara tiene graves consecuencias. Por
un lado apoya la estupidez y la ignorancia, por otro castiga al legal, al
honesto y al culto. La culpa la tiene el deporte nacional: la envidia, una envidia que sólo puede ser
producto de un ínfimo nivel de dignidad personal y de conciencia de uno mismo.
Esta psicología retorcida es la que hace
que España sea tan distinta a otros países serios, porque no lo olvidemos: lo
que hace grande a un país son las personas.
(Inspirado en la “Gazzetta del
Apocalipsis”)