En ni viaje a diferentes ciudades
sudafricanas el apartheid i Mandela se impusieron a cualquier otra visita
turística. ¿Pero el apartheid no se había terminado definitivamente en 1991?
Sí, pero no en la memoria, no en las secuelas. Aquellos 43 dolorosos años se
reencuentran en cualquier rincón del país y eso cuesta de digerir, a veces
siglos.
Entender Sudáfrica no es fácil. La
humanidad nació en África y, de alguna manera, todos conservamos alguna cosa de
aquellos ancestros. La zona de la que hablo estaba poblada por
cazadores-recolectores. En el siglo XV pasaron los portugueses y en el XVII se
quedaron los holandeses. Los primeros esclavos eran emigrantes de Malasia. Los
zulúes y los chosa lucharon reiteradamente contra los nuevos colonos, pero
fueron los ingleses quienes se impusieron durante 155 años. Mientras, los
granjeros holandeses (boers) se habían instalado, batallando con los ingleses y
con el rey zulú Shaka. Durante el siglo XIX se encontraron diamantes y después,
oro en abundancia. Esa fiebre creció a la par que las desigualdades raciales. Para
mejorar las condiciones de los negros nació la ANC, el partido de Mandela, quien
fue condenado a cadena perpetua de la cual cumplió “sólo” 27 años, porque el presidente
De Klerck, elegido por los blancos en 1989, se dio cuenta de que Sudáfrica
necesitaba una limpieza de cara, sobre todo a causa de las sanciones
internacionales que afectaban la economía e incluso el deporte. ¿Lo han entendido?
Pues es mil veces más complicado.
En Sudáfrica se visitan las cárceles donde
sufrieron líderes de la talla de Mandela o Gandhi. Al primero se lo mezcló con
asesinos blancos para que nadie le echara una mano y el segundo descubrió las
ventajas de la Satyagraha, nombre indio para la resistencia no violenta. Me
llevaron al museo del Distrito 6, un lugar de buena convivencia multicultural
hasta que el apartheid, deseoso de dividir a la gente en razas y etnias, lo
destruyó para enviar a los negros a Langa, un distrito segregado, con viviendas
miserables sin luz ni agua, donde aún es mejor no perderse. En Soweto, otro
distrito segregado en sus inicios, el museo Pieterson recuerda a los
estudiantes asesinados por manifestarse en contra de la imposición del afrikâans
(lengua de los boers) en las escuelas negras (1976, 700 muertos).
En una Sudáfrica post apartheid i post
Mandela, que tiene tan presente su pasado injusto, uno se pregunta si podrá
seguir siendo la S de los países BRICS. Salta a la vista que queda mucho por
hacer. Su PIB superior al de toda el África subsahariana junta no da confianza
cuando uno viaja con los ojos abiertos. Todavía se distingue entre blanco (afrikâaner,
inglés, extranjero), negro (de las tribus), de color (descendiente de esclavos
de Malasia o mestizo) y asiático (indio,
chino). Hay once lenguas oficiales en el país y cuatro en la televisión. Hay
iglesias cristianas, mezquitas, sinagogas… y antiguas religiones tradicionales.
No es fácil organizar esta torre de Babel.
Hoy por hoy las elecciones están al caer.
Algunos dicen que el ANC (partido de Mandela) está en crisis a causa de la
corrupción de los cabecillas. Otros, que el presidente zulú malgasta el dinero
público regalando palacios a sus cuatro esposas. Mientras, la miseria y el
resentimiento incrementan la inseguridad (los agentes de vigilancia de metro y
tren llevan chaleco antibalas y no se recomienda ir por la calle después de la
puesta del sol). Hace falta un equilibrio social y que el país sepa aprovechar
la riqueza de su diversidad. La solución, tal vez, sería la entrada en escena
de un líder con las cualidades de Nelson Mandela para salvar Sudáfrica,
construida con sangre, sudor y oro. Pero, como todo el mundo sabe, los Mesías
no son fáciles de encontrar
.
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